-Bienvenida a la realidad- me dijo José ayer por teléfono y he decidido que si ésta es realmente la realidad, sea lo más llevadera y liviana posible. Así que mientras las circunstancias me lo permitan (le doy tres días, no más), he decidido no trabajar por las tardes.
Tras dejar a mi hijo en el entrenamiento de baloncesto, un horizonte de tres horas libres se abre ante mi -¿qué hago?- pienso mientras voy camino de casa. ¿y si hago lo que me va apeteciendo en cada momento? me pregunto.
La tarde esta oscura y bochornosa, barrunta tormenta, pero se me antoja dar un paseo por el barrio, que duerme la siesta a esta hora. ¡Cuánto tiempo hacía que no me daba una vuelta por mi calle, sin pretensiones, sin prisas y sin dirección!.
Paso por la pequeña tienda de chocolates y té, ¡que mala pata! ¡está cerrada! y yo que estaba dispuesta a comprarme una estupenda tableta de chocolate negro y zampármela sin ningún tipo de culpabilidad......................(bueno, toda no, como mucho la mitad).
Pego mis narices contra el cristal para observar los frutos prohibidos y las bonitas teteras expuestas en las estanterías, y las aprieto un poco más como sí así pudiera oler, a través del cristal, el aroma de las hierbas que reposan en las cestas.
Aunque la tienda esta cerrada, el gusanillo de comer chocolate se ha despertado y hay que intentar saciarlo, así que, ni corta ni perezosa, me encamino hacia un supermercado que está a la vuelta, que es el único establecimiento abierto a estas horas.
Paso por delante de la que era la farmacia de Doña Concha que ha desaparecido, junto con sus mostradores de madera, sus lámparas de cristal y su olor a botica. En su lugar encuentro otra que no reconozco, con diseño minimalista, cristales por todas partes y con un nuevo titular, Emilio, seguro que él no será Don Emilio, sino Milio o Milito, atrás quedaron los tiempos del distinguido tratamiento a boticarios y demás oficios ilustres.
¡Como ha cambiado el barrio! pienso mientras me aproximo al supermercado. Las tradicionales tiendas de hace treinta años que todavía quedan, conviven ¿pacíficamente? con las tiendas de chinos que crecen como la espuma por todos los rincones.
No es el chocolate que andaba buscando, pero es lo que hay, así que me encamino a la caja y me convierto en cobaya de una cajera en prácticas, bajo la atenta mirada de una peruana que me sigue en la cola y que se ha empeñado en que le cobren sus flanes sabor vainilla antes que mi chocolate. La miro de reojo mientras se me despierta esa vena de maruja dispuesta a defender su posición en la caja, con su vida si hace falta. Adelanta disimuladamente sus flanes y acierto a leer sus ingredientes ¿qué se puede esperar de alguien que compra flanes de plástico con sabor a vainilla?.
Me sonrojo con mi propia deducción, pero con todo y con ello, no la dejo colarse y me sorprendo nuevamente a mi misma por ello.
Termino mis tres horas libres, zampándome el chocolate junto con el placer de no tener nada que hacer, degustando su sabor acompañado de una cotidianidad que desconozco porque no frecuento, pero que también es la realidad.
Tras dejar a mi hijo en el entrenamiento de baloncesto, un horizonte de tres horas libres se abre ante mi -¿qué hago?- pienso mientras voy camino de casa. ¿y si hago lo que me va apeteciendo en cada momento? me pregunto.
La tarde esta oscura y bochornosa, barrunta tormenta, pero se me antoja dar un paseo por el barrio, que duerme la siesta a esta hora. ¡Cuánto tiempo hacía que no me daba una vuelta por mi calle, sin pretensiones, sin prisas y sin dirección!.
Paso por la pequeña tienda de chocolates y té, ¡que mala pata! ¡está cerrada! y yo que estaba dispuesta a comprarme una estupenda tableta de chocolate negro y zampármela sin ningún tipo de culpabilidad......................(bueno, toda no, como mucho la mitad).
Pego mis narices contra el cristal para observar los frutos prohibidos y las bonitas teteras expuestas en las estanterías, y las aprieto un poco más como sí así pudiera oler, a través del cristal, el aroma de las hierbas que reposan en las cestas.
Aunque la tienda esta cerrada, el gusanillo de comer chocolate se ha despertado y hay que intentar saciarlo, así que, ni corta ni perezosa, me encamino hacia un supermercado que está a la vuelta, que es el único establecimiento abierto a estas horas.
Paso por delante de la que era la farmacia de Doña Concha que ha desaparecido, junto con sus mostradores de madera, sus lámparas de cristal y su olor a botica. En su lugar encuentro otra que no reconozco, con diseño minimalista, cristales por todas partes y con un nuevo titular, Emilio, seguro que él no será Don Emilio, sino Milio o Milito, atrás quedaron los tiempos del distinguido tratamiento a boticarios y demás oficios ilustres.
¡Como ha cambiado el barrio! pienso mientras me aproximo al supermercado. Las tradicionales tiendas de hace treinta años que todavía quedan, conviven ¿pacíficamente? con las tiendas de chinos que crecen como la espuma por todos los rincones.
No es el chocolate que andaba buscando, pero es lo que hay, así que me encamino a la caja y me convierto en cobaya de una cajera en prácticas, bajo la atenta mirada de una peruana que me sigue en la cola y que se ha empeñado en que le cobren sus flanes sabor vainilla antes que mi chocolate. La miro de reojo mientras se me despierta esa vena de maruja dispuesta a defender su posición en la caja, con su vida si hace falta. Adelanta disimuladamente sus flanes y acierto a leer sus ingredientes ¿qué se puede esperar de alguien que compra flanes de plástico con sabor a vainilla?.
Me sonrojo con mi propia deducción, pero con todo y con ello, no la dejo colarse y me sorprendo nuevamente a mi misma por ello.
Termino mis tres horas libres, zampándome el chocolate junto con el placer de no tener nada que hacer, degustando su sabor acompañado de una cotidianidad que desconozco porque no frecuento, pero que también es la realidad.
Ha sido divertida, realmente divertida esta nueva realidad. Voy a ver si la frecuento más a menudo.
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