Dicen los expertos que el
11 es el número maestro de los destinados a alcanzar la iluminación.
Tal vez por ello fuimos 11 los que nos adentramos en la aventura de
descubrir esa belleza que la naturaleza solo enseña a aquellos que
se atreven con sus cumbres.
11 expedicionarios. Unos,
avezados montañeros, otros, no tanto, incluso estábamos aquellos
que sufríamos en silencio el miedo a no resistirlo.
A veces en fila india, a
veces en grupos, recorrimos bosques, subimos cuestas que parecían
imposibles de remontar y pisamos tanta piedra bajando que nuestros
pies no paraban de gritar, eso cuando no resbalaban por los
pedregales.
El silencio nos rodeó
entre los robles, la niebla jugó con nosotros al escondite hasta
Panderrueda y el brezo nos regaló la mejor de sus caras, en
solitario y mezclada con otras especies y el más dulce de sus
aromas. Dos inmensos buitres nos sobrevolaron majestuosos durante una
parte del camino, tal vez porque no perdían la esperanza de que
cayéramos alguno. También tuvimos oportunidad de avistar a un
rebeco custodiando fielmente la entrada de una cueva y de
encontrarnos un pequeño Belén que alguien había colocado allí,
entre las rocas más altas, salpicadas de una verbena de colores por
los líquenes.
Cuando las botas de uno
llegan a estos parajes, la belleza ya no te cabe en los ojos y se
expande al corazón y ahí se queda a vivir por algún tiempo, por
eso cuando llegamos a Soto 25 kilometros después, nos sentamos en el
puente de la fuente, unos frente a otros, como si no quisiéramos que
se acabara.
Dicen que el número 11
está unido a los grandes proyectos y a los grandes encuentros.
Seguro que por eso fuimos 11.