Doblaban
las campanas cuando llegué a la aldea. No había vuelto desde que
era niño, pero seguía oliendo a hierba recién cortada como
entonces. Fui a casa de los abuelos, cerrada a cal y canto desde que
murió la última de mis tías y pegué la frente a los cristales de
la ventana. Allí estaba yo jugando al escondite con mis primos y
recibiendo collejas del abuelo porque no le dejábamos dormir la
siesta. Me fui con la nostalgia prendida en la solapa hasta la cuadra
de Antón, donde tantas veces había ayudado a nacer a los terneros y
cabritillos y en su lugar encontré un montón de piedras caídas con
la última nevada. Bajando la cuesta se acercaba mi amor de juventud,
Dorita, que pasó de largo sin dirigirme ni una palabra ni una
mirada. Aún conserva esa belleza serena que me cautivó hace 50
años. La sigo camino de la iglesia, siento curiosidad de saber por
quién es la misa funeral. Alrededor del féretro lloran mis cuatro
hijos y allí a lo lejos se acercan mis padres, los abuelos y
delante, Mariela, mi difunta esposa, que me toma de la mano, sonríe
y dice: «Ven, te estábamos esperando»