Ya no quedaba aire que respirar en la casa, ni tardes que compartir en el pueblo, todo estaba muerto, hasta la cigüeña del campanario.
Abrió la puerta del armario mientras sus bisagras gritaban la intrusión y entre el olor a alcanfor rescató unas blusas amarilleadas por el tiempo y unas faldas hartas de esperar la ocasión; las metió en esa maleta llena de sueños que vivía debajo de la cama y bajó los crujientes peldaños de madera que le conducían a la cocina.
- Padre, me voy, - él siguió comiendo sin levantar la cabeza del plato.
Ella permaneció largo rato en el quicio de la puerta, esperando un beso, un “no te vayas”, un milagro….
Después se alejó lentamente sin mirar atrás, ni siquiera se volvió cuando oyó cargar la escopeta de su padre apuntando a su espalda.