Laura abrió los ojos y permaneció largo tiempo en la cama disfrutando de los primeros rayos de sol acariciando su cara mientras que el silencio acariciaba su alma.
Le gustaba respirar el olor y el frescor de las mañanas, arrebujada entre las sábanas, evocando los despertares de su infancia en Loya, el olor a leña quemada, a piedra mojada y a leche recién ordeñada. Trajo a su memoria las excursiones al bosque, los amigos, Roberto, las tardes de lluvia refugiados en los pajares compartiendo confidencias, las salidas nocturnas y clandestinas al abrigo de la oscuridad, las historias de miedo contadas al calor de la hoguera. La fuerza de los momentos vividos convirtió los años de ausencia en un segundo.
- Mamá ¿dónde están mis botas? – preguntó Diana a medio vestirse desde la puerta con la camiseta puesta del revés.
Laura se estiró remolonamente en la cama dando por terminada la deliciosa pereza matutina.
Estaban terminando de desayunar cuando Roberto asomó por el cuarteron de la puerta - ¡¡Pero todavía así!! ¡¡Vamos que las hadas no esperan por nadie!!-
Cogieron sus mochilas y sus palos y se pusieron en marcha.
-¿Está muy lejos?- preguntó Diana.
-Un poco – contestó Roberto – todos los lugares mágicos están escondidos y a salvo de las miradas de los curiosos.
Caminaban despacio, parándose ante distintos ejemplares de flores y árboles, que Roberto iba mostrándoles, escuchando los cantos de los pájaros y disfrutando del paisaje, por eso cuando él les anunció que ya habían llegado, tuvieron la sensación de que no estaba tan lejos. No sabían que hora era ni cuanto tiempo habían tardado en llegar, - aquí no te hace falta reloj – le había dicho Roberto a Laura al salir de casa mientras se lo quitaba de su muñeca.
El bosque de Cerezaledo era sin duda un lugar mágico, sus árboles se abrazaban entre ellos a través de sus ramas, su suelo era una alfombra de hierba tan tupida y mullida que invitaba a andar descalzo, su paisaje salpicado de rocas vestidas de musgo convivía con multitud de acebos de hojas limpias y brillantes. Se pararon en un claro del bosque, a la orilla de un riachuelo, que bajaba de la montaña cargado de agua. El paraje era de tal belleza que Laura sintió un respingo recorriendo su piel.
Diana se mordía nerviosamente las uñas, y lanzaba risitas entrecortadas hasta que por fin dijo:
Roberto se adelantó a la repuesta de Laura y empujando suavemente a Diana hacia el riachuelo le dijo: -vete a jugar con ellas, pero no las asustes -
Laura contemplaba como su hija se acercaba tímidamente al arroyo. Estaba confusa, por un lado le parecía absurdo invitarla a que creyera en la existencia de hadas y duendes, alimentando esta fantasía inútilmente y por otro lado, algo en su interior le invitaba a permitir que Diana se mostrara como realmente era.
Sin perder de vista a Diana le preguntó a Roberto:
- Dime una cosa, ¿tu realmente crees en las hadas y en los duendes? -
(Continuará)