Desde que el
abuelo desapareció un día mientras ponía la mesa, mamá nos
mandaba todas las tardes a casa de la abuela para entretenerla, y
allí hacíamos los deberes bajo la atenta mirada de esos señores a
caballo rodeados de perros de caza del cuadro del salón. A ninguno
nos gustaba esa pintura que ocupaba toda la pared y procurábamos no
mirarla mucho, excepto mi hermano pequeño que juraba haber visto al
abuelo entre los monteros y siempre pegaba sus gafitas de empollón
al lienzo para buscarlo de nuevo. Una tarde mientras los demás
estábamos en la cocina, mi hermano pequeño desapareció sin dejar
rastro. Apareció una semana después en medio del salón con las
gafas rotas y lleno de arañazos. Nunca supimos lo que pasó. Ayer
murió la abuela y mi hermano se esfumó de nuevo. Hoy durante el
entierro ha aparecido y ha dejado una carta sobre el féretro que
empieza diciendo “A mi querida esposa”.