LO QUE APRENDÍ

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El paso del tiempo nos proporciona la distancia necesaria para valorar con suficiente perspectiva lo vivido. Mi infancia y mi adolescencia estuvieron marcadas por la férrea disciplina del colegio de monjas, complementada por una estricta y exigente educación paterna.

No guardo un especial cariño por mi colegio, su patio olía a puré de verduras y a supervivencia. Allí aprendí el significado del trueque: Yo le regalaba mis bocadillos a Marisol y ella me bordaba los pañitos para la asignatura de hogar.

Allí descubrí la necesidad de encomendarme al Altísimo a través de la oración: La Madre Abencia nos repetía, una y otra vez, que nadie se podía resistir a la llamada de Dios hacia la vocación religiosa y yo rogaba al cielo: - a mi no me llames, por favor, no me llames- .

Allí aprendí a sobrevivir y a hacerme respetar en la jungla de las niñas despiadadas que esperaban cualquier síntoma de debilidad para convertirte primero en su esclava y luego en escoria, rechazada por todas.

Las monjas me enseñaron los trucos necesarios para ser una buena esposa, siempre dos pasos por detrás de tu marido, elegante, sumisa, dedicada por entero a él y a su promoción personal y profesional. Debí faltar mucho a clase en esa época porque no recuerdo ni una sola de las consignas.

Pero sobre todo allí descubrí el valor de la amistad, que la recompensa es más dulce cuanto mayor es el esfuerzo realizado, que hay que saber guardar un secreto y que nunca hay sitio para los traidores y los chivatos.

Los trece años pasados en el colegio de monjas me curtieron sobremanera para manejarme en el mundo exterior, me dejaron un gusto por el latín que aún perdura y una afición por la lectura que nunca podré agradecer lo suficiente.

Pero......¡tan sólo era una niña!....... no era necesaria tanta dureza.

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