Cuando empecé mi andadura en este mundo de la justicia, recibí un consejo de un compañero que ya peinaba canas en el oficio, que me ha acompañado siempre y me ha sido de gran utilidad. Yo me había desplazado a su despacho acompañada de mi cliente, un joven camarero trabajador y humilde que quería quedarse con el traspaso de un bar. Al final de la reunión, en un aparte, mi colega, me tomó del brazo y me dijo: “Cuando acuda a tu despacho un tipo elegante y bien trajeado para que le lleves un asunto, cóbrale por adelantado sino trabajarás en balde, en cambio si tu cliente llega vestido con un mono lleno de grasa o es del estilo del que hoy te acompaña, no te hace falta, esta gente paga siempre, hazme caso.”. Dada su eficacia, he elevado la recomendación a la categoría de dogma, y la sigo a pies juntillas.
Ya me hubiera gustado recibir más instrucciones de este tipo, en vez de que fuera el tiempo y la experiencia los que me abrieran los ojos sobre las distintas realidades de mi profesión.
La primera vez que vestí la toga, me sentí importante y muy orgullosa de empezar a formar parte de una escala social respetada y respetable. Confiaba sin reservas en el engranaje de la justicia. Ahora cada vez que me pongo la toga, pienso “otra vez a la arena del circo, a luchar como un cristiano”. Antes pensaba que los jueces siempre tenían una opinión cualificada y certera sobre los distintos litigios, el tiempo me enseñó que, a pesar de que se crean infalibles, fallan más que una escopeta de feria.
Lo mismo me pasaba cuando asistía a tensas reuniones donde se negociaban vidas y haciendas, lo hacía con armadura y lanza que utilizaba con vehemencia al primer acercamiento del enemigo, ahora, parece que no voy armada, confraternizo con el contrario y consigo mejores resultados.
Aunque pudiera parecer que estoy de vuelta de todo y presa de un profundo desencanto, no es así, antes concentraba mi energía en elevados empeños olvidando mi realidad más cercana, ahora me importa un pito la justicia como concepto, pero en cambio, me cuesta contener las lágrimas cuando alguien, al que han atropellado sus derechos, vuelca su dolor sobre mi mesa buscando el consejo profesional. Hoy soy capaz de emocionarme con las palabras que nacen del corazón y empatizar con los que acuden a mi despacho, en busca de ayuda, con la desesperación bajo el brazo.
Ya me hubiera gustado recibir más instrucciones de este tipo, en vez de que fuera el tiempo y la experiencia los que me abrieran los ojos sobre las distintas realidades de mi profesión.
La primera vez que vestí la toga, me sentí importante y muy orgullosa de empezar a formar parte de una escala social respetada y respetable. Confiaba sin reservas en el engranaje de la justicia. Ahora cada vez que me pongo la toga, pienso “otra vez a la arena del circo, a luchar como un cristiano”. Antes pensaba que los jueces siempre tenían una opinión cualificada y certera sobre los distintos litigios, el tiempo me enseñó que, a pesar de que se crean infalibles, fallan más que una escopeta de feria.
Lo mismo me pasaba cuando asistía a tensas reuniones donde se negociaban vidas y haciendas, lo hacía con armadura y lanza que utilizaba con vehemencia al primer acercamiento del enemigo, ahora, parece que no voy armada, confraternizo con el contrario y consigo mejores resultados.
Aunque pudiera parecer que estoy de vuelta de todo y presa de un profundo desencanto, no es así, antes concentraba mi energía en elevados empeños olvidando mi realidad más cercana, ahora me importa un pito la justicia como concepto, pero en cambio, me cuesta contener las lágrimas cuando alguien, al que han atropellado sus derechos, vuelca su dolor sobre mi mesa buscando el consejo profesional. Hoy soy capaz de emocionarme con las palabras que nacen del corazón y empatizar con los que acuden a mi despacho, en busca de ayuda, con la desesperación bajo el brazo.
Mi toga con el paso de los años se ha vuelto más flexible, más cálida y más cercana, ha cambiado tanto que no parece, ni siquiera, tan negra como cuando la estrené.
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