Me sorprendió gratamente comprobar que recordaba perfectamente su parque, sus calles, su cooperativa del vino, a pesar de que habían transcurrido treinta años desde la última vez que estuve en él. Entonces lo hice para vivir mi primera experiencia laboral, de jornalera de la vendimia, ayer para despedir a un familiar.
Puede parecer que nuestras vivencias están procesadas y archivadas en el cajón del olvido, pero tan sólo necesitamos un olor, una imagen, una canción para que aflore la secuencia completa de lo vivido con la misma intensidad que cuando se produjo.
Camino del cementerio, los recuerdos se atropellaban unos a otros: Mis dieciséis años, ni idea de lo que era una viña, mucho menos una cepa, muchísimo menos ganarse un jornal. Allí no había derechos laborales, solo un “amo”, una espuerta y mucha uva que recoger. A punto de tirar la toalla en varias ocasiones, me frenó mi amor propio y me quedé hasta el final. Mi primer jornal me supo a chocolate fondant, a queso y a triunfo. Me permitió comprarme unas lentillas y pasar de ser una cuatro ojos oficial a oficiosa y sobre todo, me descubrió el inmenso placer de obtener una recompensa por un esfuerzo realizado.
Un sollozo a mi espalda me devolvió al motivo por el que había vuelto en esta ocasión. No me resulta fácil mantener la compostura ante el sufrimiento ajeno por la pérdida de un ser querido. Me causa un cierto pudor que los ojos se me llenen de lágrimas, en público y empiecen a escurrirse por mi cara, sobre todo si el fallecido, aún siendo familia, no era de trato habitual, tal vez por el temor a ser tenida por plañidera, tal vez porque las lágrimas son la voz del corazón que llora por la pérdida, no por los que la sufren.
Confieso que padezco una total empatía con el alma que sufre, aunque no sea compañera del camino, ni comparta inquietudes ni aficiones con ella.
Puede parecer que nuestras vivencias están procesadas y archivadas en el cajón del olvido, pero tan sólo necesitamos un olor, una imagen, una canción para que aflore la secuencia completa de lo vivido con la misma intensidad que cuando se produjo.
Camino del cementerio, los recuerdos se atropellaban unos a otros: Mis dieciséis años, ni idea de lo que era una viña, mucho menos una cepa, muchísimo menos ganarse un jornal. Allí no había derechos laborales, solo un “amo”, una espuerta y mucha uva que recoger. A punto de tirar la toalla en varias ocasiones, me frenó mi amor propio y me quedé hasta el final. Mi primer jornal me supo a chocolate fondant, a queso y a triunfo. Me permitió comprarme unas lentillas y pasar de ser una cuatro ojos oficial a oficiosa y sobre todo, me descubrió el inmenso placer de obtener una recompensa por un esfuerzo realizado.
Un sollozo a mi espalda me devolvió al motivo por el que había vuelto en esta ocasión. No me resulta fácil mantener la compostura ante el sufrimiento ajeno por la pérdida de un ser querido. Me causa un cierto pudor que los ojos se me llenen de lágrimas, en público y empiecen a escurrirse por mi cara, sobre todo si el fallecido, aún siendo familia, no era de trato habitual, tal vez por el temor a ser tenida por plañidera, tal vez porque las lágrimas son la voz del corazón que llora por la pérdida, no por los que la sufren.
Confieso que padezco una total empatía con el alma que sufre, aunque no sea compañera del camino, ni comparta inquietudes ni aficiones con ella.
Alguien dijo que la empatía es el arte de adivinar la respuesta a la pregunta “¿qué te pasa?” y yo añadiría que es el don de ponernos en la piel del otro y hacernos sentir menos solos.
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