Intentaba superar airosa el pase de revista al que le sometía el espejo. Los años se iban concentrando en el contorno de sus ojos y alrededor de su boca, el paso del tiempo también se acumulaba en otros sitios que el espejo no conseguía reflejar. Ángeles suspiró y se lamentó de las nuevas arrugas que iba descubriendo, de que nuevamente era Lunes por la mañana, y de que tan sólo disponía de un par de minutos para salir de casa si no quería llegar tarde a trabajar.
Como todas las mañanas, se acercó a la cama de su madre, le dio un beso, sin esperar respuesta, tomó su abrigo y salió de casa rumbo a la rutina que le acompañaba desde hace casi veinte años.
Siempre le había gustado el olor de las mañanas de invierno, pero últimamente ni siquiera lo percibía. Su cabeza estaba tan ocupada en otros derroteros, que tampoco reparó en el saludo del vecino del segundo que volvía, todos los días, a estas horas con el periódico y el pan.
Desde que hace tres meses cumpliera los cuarenta, estaba sumida en un mar de dudas y de tristeza, que le impedía ver lo que transcurría a su alrededor. Nunca le había importado cumplir años, lo vivía con total naturalidad y con indiferencia, pero desde su último cumpleaños, su visión de la edad, había cambiado. Sin saber como ni porqué, de repente había tomado conciencia del tiempo vivido, había mirado hacia atrás y no le había gustado lo que había visto, desde entonces una sensación de angustia se había instalado en la boca de su estómago.
El autobús se retrasaba, al final iba a llegar tarde. La parada estaba repleta de gentes somnolientas alineadas en rigurosa fila india. El humo de un cigarro que se deslizaba por la fila, finalmente se coló en su nariz y le transportó a los domingos de su infancia, al olor del tabaco que fumaba su padre mientras oía los resultados deportivos en la radio, a los lamentos de su madre, siempre haciendo punto, siempre suspirando, siempre maldiciendo su suerte.
Como todas las mañanas, se acercó a la cama de su madre, le dio un beso, sin esperar respuesta, tomó su abrigo y salió de casa rumbo a la rutina que le acompañaba desde hace casi veinte años.
Siempre le había gustado el olor de las mañanas de invierno, pero últimamente ni siquiera lo percibía. Su cabeza estaba tan ocupada en otros derroteros, que tampoco reparó en el saludo del vecino del segundo que volvía, todos los días, a estas horas con el periódico y el pan.
Desde que hace tres meses cumpliera los cuarenta, estaba sumida en un mar de dudas y de tristeza, que le impedía ver lo que transcurría a su alrededor. Nunca le había importado cumplir años, lo vivía con total naturalidad y con indiferencia, pero desde su último cumpleaños, su visión de la edad, había cambiado. Sin saber como ni porqué, de repente había tomado conciencia del tiempo vivido, había mirado hacia atrás y no le había gustado lo que había visto, desde entonces una sensación de angustia se había instalado en la boca de su estómago.
El autobús se retrasaba, al final iba a llegar tarde. La parada estaba repleta de gentes somnolientas alineadas en rigurosa fila india. El humo de un cigarro que se deslizaba por la fila, finalmente se coló en su nariz y le transportó a los domingos de su infancia, al olor del tabaco que fumaba su padre mientras oía los resultados deportivos en la radio, a los lamentos de su madre, siempre haciendo punto, siempre suspirando, siempre maldiciendo su suerte.
-¡Señora que no tengo todo el día! ¿va a subir o que?-. La voz ronca del conductor del autobús le devolvió bruscamente a su ahora. Se hizo hueco como pudo entre los pasajeros que hacían equilibrios para mantenerse en pie en cada curva e intento aliviar su angustia refugiándose en una conversación que mantenían dos señoras sobre la dureza de sus vidas, aunque las penas ajenas no consiguieron hacerle olvidar las propias.
Bajó del autobús sin darse cuenta, como una autómata recorrió los doscientos metros que le separaban de su empresa y desapareció tras unas puertas de hierro que guardaban celosamente el interior de la nave.
Bajó del autobús sin darse cuenta, como una autómata recorrió los doscientos metros que le separaban de su empresa y desapareció tras unas puertas de hierro que guardaban celosamente el interior de la nave.
Continuará...........
0 comentarios:
Publicar un comentario