Todo empezó cuando abrí
la boca para saludar a mi vecina del séptimo y no me salió palabra
alguna. Mi mala educación corrió como la pólvora entre los
vecinos. Todos me han retirado el saludo.
Me estaba acostumbrando a
no hablar cuando en la parada del autobús mis piernas decidieron
no moverse más. El conductor echó por la boca unos cuantos sapos y
un puñado de culebras, cerró las puertas y se fue, dejándome en
la acera.
No sé cuanto tiempo
llevo aquí, pero me empiezan a crecer malas hierbas en las orejas y
en mis bolsillos, convertidos en papelera, no cabe un desperdicio
más. Algunos se apoyan en mí como si fuera una columna y otros
hacen graffitis en mi cara.
Nadie se ha dado cuenta
de mi presencia y yo empiezo a dudar si alguna vez fui algo más que
una pieza de mobiliario urbano.