LA VIDA SECRETA DE LOS LIBROS





Tuve un abuelo que leía, un tío que recitaba sonetos a la estatua del parque y un padre que escribía nanorrelatos en las paredes. Así crecí, entre letras, versos e historias. Mi madre, que solo leía entre líneas, me mandó a trabajar a la librería de Don Esteban, porque en casa había mucho bohemio y poco dinero, y allí aprendí lo que nunca me enseñarían en la escuela: que los libros nuevos poseen el eco de una casa sin estrenar —hasta que no se vive en ella no se convierte en hogar—, y que los libros viejos huelen a vainilla y humedad y llevan impresa, con tinta invisible pero indeleble, la huella de las manos por las que han pasado. Me alimenté de poemas de amor, novelas de ficción y aventuras y fui adentrándome cada vez más en las historias que leía hasta que un día me colé en una de ellas, convirtiéndome en uno de sus protagonistas y aquí estoy, huyendo del ejército enemigo, padeciendo todo tipo de vicisitudes y deseando llegar a la página 321 donde me espera la dulce Susan, a la que amaré con pasión. No está previsto qué pasará cuando llegue a la página final.