LAS SEÑALES DEL CIELO



No quiere irse a la cama, esta noche no, se ha sentado en la puerta de casa para contemplar el cielo. Le tiemblan las comisuras de los labios que no se sostienen  por el peso de las penas. Sus ojos vidriosos están clavados en  esas tres estrellas que brillan por encima de las otras. Han vuelto.

La primera vez se llevaron a Andresillo, el más pequeño, que se ahogó en el pozo.  La segunda, no quiso mirarlas para ver si así pasaban de largo sin cobrar ningún tributo, pero Adela las vio, cogió la maleta y voló tras ellas. Aún, cada mañana, sale a otear el horizonte para ver si algún día la ve regresar entre las brumas y la niebla.

Sabe a qué han venido esta vez y está preparado. Se acurruca en su primer beso; en el olor de los prados recién segados; en los pajares, cómplices de tanta pasión furtiva; en la lumbre solitaria del hogar… Las mira un último instante y cierra los ojos. El cárabo entona un réquiem, las luciérnagas apagan sus luces y el viejo  bastón descansa a los pies de su memoria.  

LA COARTADA



-Ándate con ojo, zagal, que merodea el lobo– le advirtió el labriego señalando el rebaño de ovejas. Un brillo especial surgió en su mirada; entre balidos y confusión cayó la primera;  excitado por el olor de la sangre, vino la segunda, las demás fueron pan comido. A lo lejos, el lobo asustado contemplaba la escena detras de un árbol.


DESCANSO HELÉNICO


“Primeros cruceristas” nos denominó la atenta señorita de la Agencia de Viajes que nos vendió el paquete vacacional y que dejó de ser amable una vez hubo consumado la operación.
Esta vez, tocaba crucero, mis hijos se  habían salido con la suya gracias a su persistencia y a nuestra flaqueante resistencia.
Volamos una mañana de lunes de Madrid a Bolonia y de allí nos trasladaron a Ravenna donde embarcamos en un buque de bandera maltesa con doce cubiertas, 720 camarotes, bares, restaurantes, casino y tantos servicios volcados en conseguir la diversión a toda costa que, solo me hizo falta asistir al espectáculo de la primera noche, de humor soez y escatológico,  para tomar la firme decisión de no participar en la vida social de aquel barco que me evocaba la serie televisiva de “Vacaciones en el mar”.

La primera parada: Venecia. La ciudad de los suspiros, de los canales y de las máscaras se mostraba tan bella como siempre, a pesar de la mañana nublada y la plaza de San Marcos inundada. En una ciudad donde  el poder de su historia y sus leyendas conviven con el amenazante anhelo del agua de engullir su memoria, todo cobra un tinte de efímera eternidad.
Mientras me recreo en su seducción, veo como una señora sale de su casa saltando a la lancha por la ventana,  la puerta está anegada  por el agua.

La vuelta al barco es más llevadera cuando se vuelve impregnado de la magia de la basílica de San Marcos. No sé qué extraño poder tiene este templo de estilo bizantino que, cada vez que lo he tenido delante, me he preguntado:
 ¿Será verdad que Dios existe? quienes fueron capaces de construir tanta belleza han debido de tener línea directa con él.


La llegada a Croacia  supuso el encuentro con la frialdad eslava, desde la bella policía que chequeó nuestros pasaportes en la frontera, hasta el antipático taxista que nos llevó al centro de Dubrovnik, pasando por la estirada dependienta de la tienda que parecía hacernos un favor vendiéndonos una sudadera.

Menos mal que  la ciudad amurallada brilla por sí sola, como los adoquines de sus calles, que parecen recién pulidos; sus vertiginosas cuestas; sus estrechos callejones y el encanto de sus rincones ambientados por la cálida luz de sus farolas, hacen de esta ciudad justa portadora de la distinción de Patrimonio de la Humanidad. Tal distinción no le sirvió para librarse de ser uno de los escenarios más castigados de la cruenta guerra  con Serbia en 1991.
A pesar de que todo está en su sitio, que el reloj de la torre marca inexorablemente el paso de las horas  con una sola aguja y que no hay huella visible de la contienda, solo hace falta sentarse en alguna de sus escalinatas y  respirar la ciudad, para percibir el alma herida de Dubrovnik que tardará en curar tanto como nosotros en darnos cuenta de la absoluta inutilidad de las guerras.

De vuelta al barco, el pertinaz equipo de animación nos ofrecía  una noche inolvidable: “La noche del terror” para celebrar  Halloween.  Siguiendo mis firmes convicciones eremitas, decidí no participar en semejante mascarada, no sabía entonces que no iba a hacer falta disfrazarme para vivir una autentica noche de ánimas:
“Navegamos en condiciones adversas” nos advirtieron. Cruzando  aguas albanesas, sobrevino una tormenta. Me pilló en el camarote intentando conciliar el sueño, la puerta del armario se abrió inesperadamente y los cajones empezaron a salir uno a uno ellos solitos, para dos olas después volver a su sitio y repetir la operación una y cien veces a lo largo de la noche. Las gafas de Juan, que dormía plácidamente, se escurrieron por la mesa hasta el suelo y el camarote se iluminaba cada vez que un relámpago se empeñaba en medir su fuerza con el mar.
No recuerdo haber deseado nunca con tanta intensidad que amaneciera de una vez.

La llegada a Corfú me pilló durmiendo la resaca de la noche vivida y ya en tierra firme no me dio tiempo a explorar el Corfú de Gerard Durrell, me conformé con asomarme al de Sissi Emperatriz en su residencia de verano. Para las niñas veteranas que, como yo, crecieron con sus películas, he de susurrarles al oído que, en muchos de sus retratos, se adivinan recortes de un entrecejo poblado y una cintura imposible aún con corpiño ceñido, lo que me lleva a la conclusión de que el mito lo alimentó  el “photoshop” artesano de la época y lo remató  Romy Schneider.

Abandonamos Corfú con un séquito de mosquitos que a juzgar por el tamaño de las picaduras de mi hija Ana debían estar ávidos de sangre joven.  

Resulta difícil imaginar cómo se desarrollaron los primeros juegos olímpicos, visitando lo que queda de Olimpia, pero nosotros lo intentamos e incluso siguiendo la magnífica orientación de Antonio conseguimos ubicar el gimnasio, la palestra y el Estadio

Nos quedaba todavía lo mejor del viaje, Santorini y Mykonos. Siempre que me hablan maravillas  de un sitio, me decepciona cuando lo conozco, quizá porque mis expectativas suelen ser  muy elevadas, pero esta vez no ocurrió así.

Santorini es una isla de cuento, que se me antoja moldeada por Atlas, hijo de Poseidón, en sus  instantes de paz mientras soportaba bajo sus hombros la bóveda del cielo. La luz y el agua  se encargaron de  pintarla de azul y blanco y sus casitas sin esquinas y cúpulas redondeadas, con un entramado de laberínticas escaleras de peldaños amables,  obraron  el milagro de juntar el cielo y el mar.
 Eterna candidata a ser la mítica Atlantida vive entre Thira, su capital y Oia, el cofre de sus  atardeceres.  Paseamos la isla, degustamos su pescado, el queso feta y los yogures griegos. Después el grupo optó por bajar en burro hasta el puerto, mientras Antonio y yo lo hacíamos en funicular aplastados entre un grupo de franceses abducidos por una cantante que surgió de no se sabe dónde, que debía ser una diva a juzgar por cómo la recibieron y que se coló descaradamente para bajar la primera ante nuestra indignación y el babeo galo.

Nuestra penúltima parada fue Mikonos, a la que no se le puede negar su belleza, sus aguas cristalinas y sus callejuelas llenas de vida y marcha nocturna que no llegamos a probar porque nuestras obligaciones de embarcar a una hora, para tomar rumbo a Atenas, no nos lo permitieron. En petit comité confesaré que ni Juan ni yo, ni los amigos que nos acompañaban, Almudena y Antonio, hubiéramos participado de la movida nocturna,  aunque no existiera la excusa del embarque.


Atenas fue nuestro último destino, disponíamos de pocas horas para ella antes de coger el avión, así que en cuanto arribamos el puerto del Pireo, nos dirigimos a la Acrópolis. Desde allí contemplamos toda su área metropolitana extendida con el desorden contenido de los núcleos que crecen antes de que les regulen.

Esta anciana ciudad que, a pesar de sus años, nunca envejece, sigue bailando el sirtaki que inventó Zorba “El Griego” ante Frau Merkel  y  sigue estrellando los platos contra el suelo delante del Parlamento para demostrarles que sus demoledoras imposiciones podrán matar su bolsillo pero no su alegría. No en vano son la cuna de la democracia y hacen gala de ello.

La semana de crucero por las islas griegas duró, parafraseando a Sabina, lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rock, pero lo suficiente para descubrir nuestra pequeñez ante la inmensidad del mar y la belleza de unos lugares dignos de ser visitados y divulgados.

PRIMER PREMIO MINIFICCIONES 2012

A veces, la suerte llama a tu puerta,  te deja sobre  el felpudo un sueño y guiñándote un ojo se aleja sin decirte cuando volverá. Ser elegida ganadora entre los catorce relatos finalistas del año es un honor. Medir mis letras con escritores de la talla de Mar Horno, Akim, Sara Lew, Laura Garrido, Yolanda Nava..., un orgullo. Seguir escribiendo... una ilusión. 

Gracias a todos los que me  leéis, porque sin vosotros el sueño nunca se hubiera convertido en realidad.





.EL FUGITIVO



Logra introducirse durante unos minutos en su casa,  busca en la oscuridad y alcanza jadeante el dormitorio,  los haces de la luna se abren paso entre los huecos de la persiana iluminando su silueta, ella duerme, él se acerca, la besa lentamente en los labios,  se aferra a ellos hasta que oye un pelotón  de botas atravesando la noche,  acaricia  su cuello y aspira su aroma, le susurra al oído un “te quiero” y se marcha presuroso esperando  alcanzar el bosque antes de que los soldados le alcancen a él. Los perros le ladran los talones mientras  las lechuzas corean el réquiem de  su huida en la noche más negra.  



INDISCRECIÓN


No hace falta ser golosa para  descubrir el dulce sabor de un plato de nubes, basta con tener  el paladar afinado, como está el mío  tras escuchar la nana de colores naranjas y azules que ayer el horizonte le cantaba a la tarde para que se durmiera.

Tanto respiré los colores de su canción que  los absorbí  por todos mis poros, yo me quedé con la luz y fuera se hizo de noche.

Nadie lo hubiera notado si esa lagrima indiscreta no hubiera gritado a los cuatro vientos lo que había  hecho, pero  pagó un alto precio por ello: se escurrió por mi mejilla, cayó al mar y fue convertida en una simple gota de agua salada.  Es lo que tiene no saber guardar un secreto.


(Escrito en el avión que me devolvió a Madrid evocando el instante  mágico del atardecer en Santorini)