LIBERTAD DE PENSAMIENTO



No me gustan las etiquetas, ni ponerlas ni que me las pongan, me resisto a que envasen mis ideas, que las encorseten dentro de una categoría: de derechas, de izquierdas, progresista, conservadora, a favor de uno, a favor del otro .......

La única categoría a la que acepto pertenecer es a la de librepensador. Ni siquiera lo acepto en género femenino, así que, con permiso de nuestra Ministra de Igualdad, me alisto libre y voluntariamente a las filas machistas y me lo aplico en masculino, que me gusta más.

Me declaro abiertamente librepensador, en el sentido estricto de la palabra, despojada de las connotaciones religiosas y de otras índoles que se le han ido atribuyendo a lo largo de la historia.

No comprometerme con ninguna corriente de pensamiento ni con un ideario político me da la libertad de observar los hechos e interpretarlos conforme a mis propios criterios, puedo disentir, sin tener que pedir disculpas por ello y puedo aplaudir y apoyar un proyecto, sin que ello me comprometa a aceptar el programa entero.

De cualquier manera no es fácil mantenerse en el status de librepensador, los medios de comunicación te bombardean diariamente con noticias que te venden ya masticadas y tamizadas, para que no tengas que molestarte en sacar tus propias conclusiones y así, de paso, te adhieras a la línea de pensamiento que te marcan.

Lo mismo ocurre en mi entorno social cuando me pronuncio a favor de una idea o de un proyecto, en cuanto me descuido, automáticamente me asignan la calificación de adepta al ideario completo.

Mantener el equilibrio entre tanta información maleada y tantos intereses, se convierte en una lucha titánica que, además, llevo en solitario, con resultados inciertos.

Salirme de la manada y de la senda marcada, no solo no está bien visto sino que además acarrea descalificaciones y marginaciones (“o estas conmigo o estás contra mi”). Es el precio de la independencia y de la libertad de pensamiento, que yo, sin duda, estoy dispuesta a pagar.

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