EL SABOR AMARGO DE LA DERROTA


Uno de los momentos más amargos de este oficio es aquel en el que recibes una sentencia desfavorable, cuando estabas convencido de que allí había caso y se podía ganar.

No sólo pierdes el juicio, sino también el ánimo, y las ganas de seguir subiéndote a los estrados, y es que a pesar de los años de rodaje, una no se acostumbra a la derrota. Aunque entra dentro de las sanas reglas del juego el que unas veces se gane y otras se pierda, en realidad, cuando ocurre esto último, la regla no es tan sana como parece.

Se empieza por buscar un chivo expiatorio que suele ser siempre el abogado, que es el que está más a mano. Se sigue por cuestionar todas las líneas de defensa empleadas, a pesar de haber sido ampliamente explicadas al inicio del pleito y contar con el beneplácito del cliente. Se termina por fusilar al abogado en forma de demanda por negligencia profesional.

Y es que pasar de ser un abogado magnífico y de total confianza a un incompetente picapleitos es cuestión de segundos. Este descenso a los infiernos lo llevo con soltura y elegancia, creo que una tiene ya superada esa etapa de buscar a toda costa la aceptación de los demás. Lo que no logro superar, a pesar del mucho trabajo personal empleado en limar mi ego, es la sensación de ser vencida. Me digo en voz alta, a modo de mantra, que se aprende más de los fracasos que de los éxitos, pero en cuanto me descuido me sorprendo pensando en el delicioso sabor de la victoria.

En el fondo subyace ese afán de perfección que me acompaña, que se adhiere fuertemente a mi garganta entrecortando la respiración y que se encarga de analizar en cada ocasión si doy la talla o no la doy, olvidándose de que muchas veces, el éxito no sólo depende de ti.

Ya lo decía Epicteto, uno de mis filósofos favoritos “Si no tienes ganas de ser frustrado jamás en tus deseos, no desees sino aquello que depende de ti.”

Con todo y con eso, si me dan a elegir, prefiero ganar.

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